martes, 23 de noviembre de 2010

Querido Pablo:
El día gris me ha sorprendido marchita, como la flor desmayada del poema de Rubén Darío. Me han faltado las gotas de rocío de tus palabras y yo me empeño en buscar explicaciones absurdas a tu silencio. Tu silencio. A ti que te sobran las palabras, me castigas con este silencio de sequía que me encoge y me mata de sed. Me repito que es un buen momento para dar marcha atrás, para no volver a subir al segundo, para mirar en otra dirección, para olvidarme de que un día tiraste de mí hacia arriba, hacia el cielo, pero no quisiste dejarme allí y ni siquiera me preparaste la escalera para bajar. ¿Cómo se baja de las nubes cuando has subido peldaños de deseo envueltos en palabras? Palabras. Yo las creí. ¿Qué poder inmenso tienen sobre mí, qué fuerza imposible de detener? La tarde nublada no me ayuda, esconde la luz y me recuerda que no estás, que he desaparecido entre la niebla y ya no existo en ningún rincón de tu vida. Ni en ese, pequeño, en el que guardabas frases para ofrecérmelas envueltas en celofán. Hasta el envoltorio se ha deshecho entre mis dedos y no me quedan recuerdos que no hieran para poderlos repasar en esta tarde oscura. Hoy sólo quiero sacarte de aquí, escribir hasta que no quede nada tuyo dentro de mí, ni tus ojos ni tus manos ni tu voz ¡Que se vaya tu voz, que no me diga nada más, que deje de recordarme que te has ido y no sé adónde! Busco otras voces, que aplasten la tuya. Y quiero gritar para oírme yo sola y asustarme de mi inútil desesperación. Para quedarme callada de una vez, bajar, tocar suelo y subir de nuevo con ese impulso. Hacia arriba, otra vez, pero sin ti, hacia arriba.